Con la muerte de Aída Trujillo se apaga una voz singular: la de una mujer que cargó con una herencia incómoda y decidió usar la escritura como herramienta de memoria y ruptura. No pidió perdón ni trató de lavar su apellido; eligió narrar, entender y dar testimonio desde el epicentro mismo del poder.
Madrid, España. – Aída Trujillo Ricart, nieta del dictador dominicano Rafael Leónidas Trujillo y figura crítica del propio régimen familiar, falleció el pasado 7 de junio a los 72 años. Su vida estuvo marcada desde la cuna por el peso de un apellido ligado a una de las dictaduras más sangrientas de América Latina.
Nacida el 23 de agosto de 1952 en Santo Domingo, fue hija de Ramfis Trujillo, primogénito del dictador, y de Octavia Ricart Martínez, conocida cariñosamente como «Tantana». Su existencia se desarrolló principalmente en el exilio, entre España y otros países de Europa, en un constante tránsito entre el privilegio heredado y la sombra de una historia que ella misma eligió confrontar.
Aída Trujillo no perpetuó el culto a la figura de su abuelo. Por el contrario, dedicó parte de su vida a desentrañar el trauma y los dilemas morales de su linaje. En su libro «A la sombra de mi abuelo» (2008), expuso con crudeza los silencios familiares, las contradicciones del poder y las heridas que dejó el trujillato dentro y fuera de su círculo más íntimo.
Aunque rodeada en su infancia de símbolos del poder se afirma que sus padrinos de bautizo fueron Francisco Franco y Carmen Polo, su vida adulta estuvo marcada por la crítica intelectual, el exilio emocional y el desapego hacia la narrativa oficial de su familia. Fue hijastra de Lita Trujillo, actriz nacida en Israel y figura controversial del entorno trujillista en el exilio.
Medios españoles como El Mundo y El Cierre Digital han reconocido su muerte como la de una escritora que optó por mirar al pasado sin complacencias, desafiando la historia desde dentro y sin buscar redención pública.
Con la muerte de Aída Trujillo se apaga una voz singular: la de una mujer que cargó con una herencia incómoda y decidió usar la escritura como herramienta de memoria y ruptura. No pidió perdón ni trató de lavar su apellido; eligió narrar, entender y dar testimonio desde el epicentro mismo del poder.